Los espacios (el mundo) y los tiempos (el año y sus precedentes) vienen llenos de pequeñas sorpresas. Descubrirlas es fascinante.
Hace cincuenta años, en el metro se almacenaban los cadáveres.
La pandemia de Covid-19 ha hecho de 2020 un año muy especial. El mundo pasó antes por grandes calamidades. Enormes. Mucho peores que la presente. Algunas tuvieron efectos demográficos terribles y frenaron el desarrollo de los acontecimientos históricos, aunque también hubo alguna aceleración de procesos, en grado no comparable con el de ahora.
En tiempo más recientes, la Gripe Asiática de 1957-1958, y la de Hong Kong en 1968 (ambas de escasa incidencia en España, sobre todo la segunda) mataron cada una a más de un millón de personas. De la de Hong Kong no se sabe si fueron uno o cuatro. Como tampoco sabemos si de enero a mayo fallecieron 27.000 o 46.000 españoles. De la pandemia actual llevamos más de 1,5 millones de muertos en el mundo, camino de los dos millones.
Como recordaba recientemente el periodista británico John Carlin, actualmente residente en España, «lo curioso es que [cuando la gripe de Hong Kong] no hubo ni confinamientos, ni mascarillas, ni pánico general. Viví aquella época en el colegio en Inglaterra, donde murieron unas 40.000 personas. La gripe de Hong Kong no fue la gran noticia del año. Lo único que recuerdo, vagamente, son las demoras de los trenes y los autobuses debido a que los conductores estaban enfermos o en los hospitales».
En Alemania —rememoran otras fuentes— fallecieron unas 60.000 personas, y en Berlín fue preciso habilitar los túneles del metro para almacenar los cadáveres. ¿Se imaginan? Más o menos como las «morgues» improvisadas en dos pistas de hielo madrileñas durante el apogeo de la Covid-19, pero más precarias. Ahora bien, en 1968 no se decretó ningún confinamiento. Y el mundo siguió más pendiente de los disturbios universitarios de mayo del 68, las manifestaciones contra la guerra del Vietnam y los Juegos Olímpicos de Méjico (12 a 27 de octubre de aquel año). Mientras que en este año 2020 los JJOO de Tokio se han suspendido-pospuesto. Y lo mismo ha ocurrido con la Eurocopa de fútbol. Todo muy diferente, para una emergencia parecida, aunque hoy las epidemias se propaguen más rápido gracias al tráfico aéreo.
John Carlin expresa que, a su juicio, la diferencia de medio siglo evidencia que «convivimos con la muerte con menos serenidad». El ser humano da más valor a la vida que nunca.
Como contrapartida —añadiríamos—, no consta que la economía mundial sufriera entonces, en 1968, una sacudida particular. Cosa muy diferente, también, a la de ahora.
[No interpreten que nos sumamos a quienes sugieren que habría sido mejor dejar a la pandemia evolucionar libremente. Nosotros también amamos nuestra propia vida, la de los seres queridos, y en general la de la especie humana. Pero el contraste histórico entre pandemias parecidas no deja de ser muy llamativo].
«One click away»: el mundo a un click de distancia.
Internet es una joven-vieja tecnología. Algunos recordamos sus primeros tiempos «efectivos». Los reales (casi prehistóricos) son más antiguos. A su predecesora, Arpanet, se le adjudican algo más de 50 años. El lanzamiento público de la world wide web data de 1991. El primer navegador (Mosaic) es de 1993, y el segundo que se generalizó, Netscape, llegó en 1994, año también de la aparición de Yahoo. Amazon comenzó a operar en 1995. El buscador Google se lanzó en 1998. Digamos que la infancia de la-internet-tal-como-hoy-la-conocemos tiene un cuarto de siglo.
La red de redes es a la vez vieja y joven. Los ciudadanos de 25 años son todos, al menos teóricamente, nativos digitales. No es del todo exacto, puesto que la red existía pero muchos niños ni tenían ordenador en casa ni conexión apropiada (recuerden que nos conectábamos por un módem a línea telefónica analógica, de hilo de cobre, con sus ruiditos y chirridos preliminares). Y aunque la explosión de los portátiles favoreció la toma de contacto de los adolescentes con internet, los verdaderos infantes digitales son los de poco más de diez años en la actualidad, que ya nacieron con sus papás acercándoles el smartphone a la cara (en lugar de un sonajero) para grabar y compartir en el acto los vídeos de sus monerías, y que, cuando aciertan a controlar sus propios deditos, ya los mueven por la pantalla del teléfono ampliando o reduciendo imágenes, y pasando páginas.
En los noventa, el apóstol Nicholas Negroponte, informático y arquitecto de origen griego fundador del Media Lab del Instituto Tecnológico de Massachussetts, fue uno de los grandes predicadores de la revolución digital. También fue y es un maestro del lenguaje. Utilizó con profusión una frase de la que ignoramos si fue autor: el mundo está a un click de distancia. «One click away».
Se trata de una figura retórica muy afortunada. Quizá en su día constituyó una metáfora. Hoy no lo es. Y la máxima exhibición de esa realidad la hemos tenido este año.
Con las tiendas físicas cerradas en general durante los momentos cumbre de la pandemia (y a ratos y por zonas también este otoño en distintos lugares de España y de Europa), hemos descubierto que el vasto comercio detallista mundial estaba a un click de distancia. Incluso cuando nos prohibían salir de casa salvo para ir a la compra de alimentos, muchos, amedrentados, descubrieron que la tienda en línea de alimentación de El Corte Inglés estaba no solo infinitamente más cerca que el gran almacén más próximo sino, incluso, más cerca que el súper a una manzana de casa.
En vez de ponerme mascarilla, bajar las escaleras y hacer cola en la calle por limitaciones de aforo, puedo comprar tranquilamente desde la mesa del comedor moviendo el dedo en el trackpack o en la pantalla del smartphone. Verdaderamente, hubo semanas de congestión de tráfico en las tiendas online, pero descubrimos que el producto estaba más cerca de nosotros, y que no hacía falta salir a la calle para adquirirlo. Otra cosa es que quizá nos guste más la experiencia de ir de compras. Pero sabemos que la distancia más corta para comprar algo es la que media entre nuestro dedo y la pantalla del smartphone o del portátil.
Cuando vuelva la normalidad (si vuelve, y ya veremos cuándo y cómo), el desafío del comercio de calle estará en lograr que el «street shopping» seduzca más al consumidor que la inmediatez del viaje por la pantalla a todas las tiendas del mundo.
El comercio, sí. Y los colegas. Pero también los timadores. Todo a un click.
Ese mismo hecho (el mundo a un click de distancia) ha sido patente en el teletrabajo. Y nos referimos en este caso a una variante del mismo: las telerreuniones. Con la pandemia hemos descubierto que está más cerca, vía Zoom, un colega de París, Londres, Berlín, Tokio, Coruña, Murcia o Tenerife, que el responsable de almacén de tu propio negocio (en la nave de al lado) o el director de fábrica respecto del director comercial, aunque sus despachos disten cincuenta metros o menos.
Hay derivaciones chuscas de esta misma realidad. Y el adjetivo puede ser una reducción piadosa.
Los expertos en seguridad denuncian la creciente amenaza de las suplantaciones informáticas de personalidad. Tiene que ver con esa accesibilidad y cercanía. El caso reciente de la farmacéutica gallega Zendal, víctima del denominado «fraude del CEO», es sólo un apunte de lo que puede llegar a ocurrir. Cuando las instrucciones son telemáticas, hay que estar muy atento a los signos que permitan intuir la existencia de un fraude.
En el caso de Zendal, el director financiero contactó con su superior para advertirle que la sucesión de transferencias ordenadas (parece que hasta nueve millones de euros) para una cuenta determinada estaban dejando a la empresa sin tesorería. Y así se descubrió que nadie de la compañía las había ordenado. Esto puede ocurrir en cualquier momento, no solo en tiempos de pandemia. Pero 2020 nos ha acostumbrado tanto al contacto remoto que cualquier humano (o cualquier máquina) podría engañarnos antes de que se nos ocurriese pedir una entrevista, o quizá cruzar el pasillo y llamar a la puerta.
Resulta que no solo estamos a un click de distancia de nuestros colegas, sino de nuestros timadores.
Chema Alonso, «hacker» (que no es lo mismo que delincuente, pues puede ser justo lo contrario), experto en ciberseguridad y miembro del Comité Ejecutivo de Telefónica para estos asuntos, ha explicado en diferentes intervenciones que él tiene tapada con cinta opaca la cámara (webcam) de su ordenador portátil. Definitivamente, «low-tech»: un poco de esparadrapo, contra la worldwideweb. Y ello con el fin de evitar que capturen su imagen y la utilicen en operaciones de suplantación de personalidad. Suele mencionar la posibilidad de que un pedófilo depredador sexual contacte con sus víctimas mostrando un rostro diferente al suyo. Evidentemente, hoy es fácil capturar fotos de personajes. Probablemente la de usted y la mía están en varios sitios, aparte de en redes sociales. Pero peor será que tu propia webcam, hackeada, te cace además paseando por el comedor en calzoncillos.
Aunque el mayor peligro es difícilmente evitable: que te transformen y manipulen la imagen. Estos días se ha publicado información sobre suplantaciones de identidad mediante «imágenes del CEO animadas por inteligencia artificial», y llamadas de teléfono con voz distorsionada que imita el tono y la calidad de la voz de tus jefes.
Advertencia: si mañana tu CEO te pide videoconferencia por Zoom, o Skype, o cualquier software colaborativo, y te requiere que envíes dinero a una cuenta bancaria, desconfía. Aunque le estés viendo la cara y oyendo su voz. Llama al número directo de la persona y pregúntale si el sujeto parlante que ves en la pantalla es él. Probablemente nos encaminaremos, incómoda pero necesariamente, a sistemas de doble verificación (como los bancos que te piden la contraseña y te envían un SMS con código para reconfirmar).
La banalización de teleconferencias y webinars. El tiempo también tiene un valor económico.
Otro efecto del descubrimiento de la cercanía de todos nosotros, a un click de distancia, es el auge de las reuniones online sustitutivas de las conferencias de prensa, las presentaciones a clientes, la formación a equipos, y todo eso. Para colmo hemos descubierto también que es barato. Para quien lo convoca, ya no hay que alquilar un espacio en el hotel (muchos de esos alojamientos han estado inactivos y durmientes este año), no hay que pagar «catering» (servicio de tapas y bar para asistentes), y no hay que sacarles pasaje de avión o tren a clientes VIP. De hecho, es todo muy práctico.
Pero la reducción de la barrera de entrada de una convocatoria de este tipo la ha banalizado. En estos meses hemos asistido a tantas conferencias y webinars online que, sinceramente, hemos perdido la cuenta. Además, en un encuentro online no tienes excusa:
—No, es que no puedo ir ese día. Tengo una cita en Mérida, o en Reus, o en Verín, y ya sabes, todo el día fuera.
—Anda, pero si te puedes conectar desde cualquier sitio en que haya wifi. Y si tienes que desconectarte antes no pasa nada. Y no me digas que Madrid, o Barcelona, o Bilbao, o Sevilla, o donde quiera que estemos haciendo la presentación, te cae lejos y no te puedes pasar. Enchufa el portátil y/o el móvil y conéctate.
Estar a un click de distancia reduce las posibilidades de escaqueo, pero también rebaja la enjundia de las presentaciones de antes, convertidas ahora en otro «chat» más. Como si bajases a la cafetería de la planta baja a que te dieran las últimas novedades. Y así cada día, de mañana, de tarde... un no parar.
Seguro que a ustedes también les ha ocurrido: los primeros días se apuntaban a todo. Ahora ya estarán discriminando. Reaprendemos que el tiempo es un bien económico y que hay que administrarlo en función de su rendimiento. Cierto, la teleconferencia nos regala tiempo, y mucho, al evitar que lo perdamos desplazándonos al lugar del encuentro físico. Pero anula esa ventaja por la multiplicación de reuniones que nos solicitan y el caos de información que nos aportan, en gran medida irrelevante, y siempre acumulativa hasta el desbordamiento.
Naturalmente, a las conferencias a las que no fallarán nunca son las que convocan sus superiores. Ojo de nuevo: según el asunto, mejor doble verificación.
Publicado en TEXTIL EXPRES - Revista Número 252 - Diciembre 2020
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