Humberto Martínez
Director
- La crisis anunciada para el otoño no ha llegado.
- Como hace cien años, «que nos quiten lo bailado».
- Ahorro embalsado, inflación, ingresos nuevos, créditos ICO y otras historias.
- La jubilación de los «baby-boom» pesará. Aunque tendrá su lado positivo.
- A los viejos Felices 20 les siguió la Gran Depresión. Pero el parecido no llega a tanto.
«No me lleves al cole, mamá... que Putin tiene missiles nucleares»
Este artículo de análisis bebe muy directamente de otro que dábamos a la luz en diciembre en una publicación hermana de Textil Exprés, dedicada a un sector diferente. Hemos estado a punto de reproducirlo casi íntegro, pero vamos a tomar de él algunos fragmentos que medio mes después mantienen toda su vigencia, y que además prescinden de detalles que pueden ser más útiles para otros ámbitos. Vamos a comenzar retomando una anécdota, que constituye un excelente recurso de reflexión general.
Y es que el pasado otoño nos decía una madre que, después de que los telediarios reprodujeran uno de los avisos recurrentes de Putin en el sentido de recordar a Occidente que sigue siendo una potencia nuclear, su hijo le había hecho el siguiente comentario: «Mamá, entonces ya no tiene sentido que vayamos al cole, ¿verdad?»
Los niños son más listos que el hambre y muy ocurrentes, y con tal de cumplir sus deseos pueden echar mano de cualquier justificación que se presente, aunque sea la amenaza de una debacle atómica. Ha sido como resucitar aquella obsesión nuclear que vivieron nuestros abuelos (o los abuelos de los americanos, que fueron los que construyeron refugios atómicos en el sótano) durante los años 50, o el tema dominante del libro de Günter Grass «Los Alemanes se Extinguen» (¿para qué tener hijos en un mundo amenazado de holocausto nuclear?). Lo traeremos de nuevo a colación más adelante, en este mismo artículo.
La ropa tiene su dinámica, pero la economía tenía su pronóstico.
2022 ha sido un año de sorpresas y contradicciones. Si tomamos la parte textil de la moda indumentaria, el 21 todavía fue malo, por lo menos a nivel de comercio minorista. El contexto es complicado desde hace mucho tiempo. El cuidado del «look» personal es oscilante, el mensaje ecologista enturbia las ganas de gastar en ropa, la percepción de los niveles de precio es contraria a los márgenes del sector, la evolución demográfica castiga a algunos subsectores de la moda... los factores de tensión son numerosos. Y la Covid-19, que tanto alteró las cosas en 2020, modificó temporalmente (pero por un período largo) las prioridades de gasto.
Luego, a comienzos del verano el turismo comenzó a espabilarse, hasta el punto de que después hemos conocido una explosión de visitantes y de ocupación hotelera (y conviene recordar que a finales de febrero de 2022 todavía teníamos un buen número de establecimientos que no habían vuelto a abrir tras el cierre pandémico). Y en general todos hemos vuelto a salir.
El cuidado del aspecto tiene mucho que ver con la exposición pública de la persona. Durante los confinamientos vestíamos informalmente en casa. No es lo mismo que ir a la oficina. Por supuesto, otros textiles se beneficiaron. Encerrarnos en el hogar nos hizo descubrir, por ejemplo, que las cortinas estaban ya para cambiarse, o que el sofá estaba hundido o con la tapicería raspada. El sofá es mueble. Pero la demanda de mueble tapizado genera negocio para algún tejedor. En cambio, la ropa vive más de la gente que sale, y sobre todo si va a oficina o socializa con amigos (particularmente si flirtea), que de la que se queda en casa.
A falta de informes mejores, tenemos la impresión de que la moda no se ha beneficiado tanto como otros sectores del regreso a la vida social. Eso merecería un estudio a fondo. Pero es cierto que, como a toda la economía del país, ese retorno a la convivencia «exterior» le ha ayudado a abortar el peligro de una recesión que todo el mundo vaticinaba para después de las vacaciones del verano.
A vivir, que son dos días.
Los pronósticos sombríos no eran fruto de un talante pesimista. Problemas heredados de la Covid-19 y con permanencia posterior, como las rupturas de cadenas de suministro, formaban parte del cuadro de análisis. La invasión de Ucrania por Rusia, que además de cobrarse vidas ha trastocado todos los planes económicos y provocado niveles de inflación de los que nos habíamos olvidado en términos históricos, alimentaba temores e incertidumbres de medio y largo plazo. Se creía que para septiembre, y de cara a un otoño-inverno con restricciones de gas, todo convergería para provocar una recesión, quizá importante.
Pero la crisis anunciada no ha llegado. Al menos, no en el otoño. Quizá un clima benigno ha contribuido a ello.
Tal como mencionábamos al principio, hemos formulado en otra publicación de Aramo Editorial algunas observaciones sobre los tiempos contemporáneos, tomando referencias del pasado. Aunque en algunos aspectos podemos coincidir con otros comentaristas, no hemos visto que otros análisis lleguen a este punto, así que se las exponemos, por si les resultan de interés.
Entre unas cosas y otras —decíamos—, y que los españoles también nos hemos volcado a tomar cervezas y a hacer las maletas para salidas de corto o lejano alcance, hay mucha actividad y ninguna crisis generalizada, así que nos preguntamos si los augurios de la primavera estaban muy equivocados, o si el susto solo se ha pospuesto y finalmente el año 2023 nos despertará de la ilusión.
Personalmente, cuando miro las terrazas de los bares a rebosar, las reservas de los restaurantes llenas, y la escasez de pasajes en AVE o en avión desde fechas anteriores, me pregunto si estamos viviendo algo parecido a los Felices 20 del siglo XX, de los que, por cierto, se cumple exactamente una centuria.
Como nuestro conocimiento de historia cada vez dura menos, y prácticamente no recordamos lo que sucedió meses atrás, no vendrá mal refrescar que aquellos Alocados Veinte siguieron a la trágica década de la Primera Guerra Mundial, y precedieron a la Gran Depresión de los treinta.
Alegría después de un mal trance.
A diferencia de entonces, no venimos de una gran guerra de cuatro años con diez millones de muertos, y aunque a la altura de marzo de este año la Covid-19 acumulaba probablemente unos 15 millones de fallecidos en el mundo, la mal llamada «gripe española» de 1918 que siguió a la PGM mató probablemente a 40 millones, así que nuestro drama reciente no tiene nada que ver con aquella mortandad agregada de 55 millones.
A diferencia de entonces, también, esta vez no hemos entrado en una vorágine bursátil de fáciles beneficios, que crearon una ilusión de riqueza desmedida (aquí eso volvió a pasar hace veinte años, pero de su brusco despertar ya han pasado más de catorce). Y téngase en cuenta, siempre, que la «felicidad» de entonces la disfrutaron capas más reducidas de población que ahora, pues gente pobre y gente humilde la ha habido siempre, y su peso sobre el total era mayor que en la actualidad (en los países «desarrollados»).
En fin, ni el alivio post-crisis bélica y sanitaria, ni la sensación de desahogo económico, son comparables a las de hace un siglo. Sin embargo, nuestros particulares Felices 20 del siglo XXI, a su pequeña escala, tienen un fondo parecido, resumible en la castiza frase de «que nos quiten lo bailado».
Ciertamente, como decíamos, ahí está la guerra desatada por Putin a finales de febrero, con sus probablemente 100.000 muertos y otros tantos heridos en los combates hasta octubre. Es algo que nos produce una sensación de fragilidad, de incertidumbre por le eventualidad de que el conflicto supere la «cápsula geográfica» y que un líder ruso se vuelva loco y nos machaque a todos con bombas nucleares tácticas. En ese sentido, la guerra ruso-ucraniana es más inquietante que los diez años de guerras balcánicas entre 1991 y 2001: a pesar de hallarse tan cerca del corazón europeo, nunca se vio entonces riesgo de nuclearización ni tampoco de desbordamiento, más allá de las fronteras de la antigua Yugoslavia.
Como el niño del comienzo del artículo, aquel que se preguntaba qué sentido tenía ir al cole en medio de una amenaza nuclear, todos creemos que ahora es el momento de salir de terraceo, cerveza y tapas. Esa combinación de «liberación» de los confinamientos y las restricciones de la pandemia, sumada a la incertidumbre bélica, pueden explicar nuestros «Felices 20» del actual siglo: ganas de vivir la vida antes de que nos estropeen otra vez la fiesta.
Hay otros factores, sin embargo, que la explican. El principal, el ahorro embalsado durante los meses de confinamiento duro y de restricciones blandas, en los que nuestro gasto se redujo mientras los ingresos eran sostenidos artificialmente gracias a los ERTEs especiales y las medidas estatales de apoyo. Estamos viviendo con alegría, en parte porque podemos gastar.
¿Y qué vendrá después?
Esto nos lleva a la segunda parte del algoritmo (como secuencia de operaciones lógicas) de los Felices 20 de hace cien años: Decíamos que «aquellos Alocados Veinte siguieron al trágico decenio de la Primera Guerra Mundial, y precedieron a la Gran Depresión de los treinta». Y la pregunta es si ocurrirá ahora lo mismo. Es decir, si al actual «que nos quiten lo bailado» le seguirá un amargo despertar.
Salvemos distancias, puesto que los Felices 20 duraron casi una década y la Gran Depresión también. Esto no tiene nada que ver con una dinámica actual de pocos meses. Pero hagamos el juego comparativo.
En parte, sí, es posible. El ahorro embalsado lo estamos liquidando. Y nuestros ingresos nuevos se los está comiendo la inflación. En el caso español, las medidas populistas de carácter electoral, que son muchas, están agrandando la ya ingente deuda del Estado (que es también la de todos los ciudadanos), en máximos y cercana a 1,5 billones de euros, a pesar de los aumentos de recaudación fiscal. De eso despertaremos, y el próximo Gobierno tras las elecciones deberá acometer el problema. Y el contexto internacional no nos ayuda.
En lo que respecta a muchas empresas, el final de los créditos ICO de la pandemia, y el vencimiento de políticas excepcionales que enmascararon la difícil situación económica de muchas empresas, crearán fuertes tensiones que pueden desembocar en una cadena de «quiebras» (concursos de acreedores con liquidación). Esto, por cierto, es particularmente un riesgo en el sector del comercio detallista.
Por otro lado, y a excepción de las compañías energéticas, igual o ligeramente mayor facturación no equivale necesariamente a márgenes razonables, en este contexto inflacionario.
En suma, es bien posible que prolongar la fiesta solo conduzca a ese amargo despertar, más tarde de lo previsto, pero con igual resaca y dolor de cabeza.
En sentido contrario, hay un factor que, aun siendo problemático, encierra ventajas: la llegada de las generaciones del «baby boom» a la jubilación ciertamente añadirá más peso a las arcas del Estado, por constituir un desplazamiento masivo de población activa a población pensionista, pero puede verse con gafas de optimismo, y tomarse como un grupo demográfico que mantendrá sus ingresos sin presionar al mercado de trabajo, que dejará paso a la ocupación de las nuevas hornadas, y que en la primera fase activa de su envejecimiento poseerá capacidad de consumo continuado... o de apoyar a otras generaciones más jóvenes (de sus familias) que puedan sentir ahogo por diversas circunstancias. Digamos que, en lo que atañe al consumo, tomarán el relevo del ahorro embalsado que pueda irse agotando. Es una transferencia de rentas que en gran medida revierte sobre el flujo de actividad económica. En cuanto a la desnivelación que causará en la balanza de cotizantes y perceptores, eso ya es harina de otro costal, que probablemente solo se resolverá si damos entrada a inmigración joven.
Y sin alarmismo.
Vamos a resumir: ¿Podemos ignorar ya todas las advertencias sobre «la crisis que viene»? No. Cabe que simplemente la estemos posponiendo con una Vida Alegre irresponsable, y que nos sorprenda en cuanto se agote el colchón de nuestros ahorros. Pero tampoco hay por qué echarse en brazos de los pesimistas. Es, simplemente, una situación inestable. Eso es todo. Que no es poco.
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